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La compra
Hacer
la compra cambia tu vida. Mucho más que casarse, encontrar un trabajo, o tener
un hijo. Comprar comida se supone un compendio de elecciones que pueden influir
en el futuro de tu cuerpo. Nadie se ha parado a pensar en ello: la elección de
una marca u otra de caldo envasado marca tus niveles de sodio en sangre, lo que
influirá en tu tensión, lo que conlleva a una pastilla más o una menos en la
vejez. Arturo,
como el resto de las personas (a excepción de los veganos y snobs de la comida
orgánica, que lo hacen por razones puramente ideológicas los primeros, y de
moda los segundos, no fruto de una reflexión acerca de su salud venidera), no
pensaba en las mínimas repercusiones y enfermedades potenciales que un aditivo
de más produciría en su aún por llegar cuerpo flácido y enfermo. Él compraba
por instinto de supervivencia, como todo ser humano que evolutivamente ha
sustituido la lanza por el carrito del supermercado; pero esa anodina actividad
de recoger, pagar e ingerir, iba a cambiarle la vida, no de la manera en que
nos la cambia a ti o a mí, a largo plazo, sino
en el preciso momento del intercambio de bienes por papel o metal. Su
salud no se resentiría en un futuro debido a los precocinados con aditivos
salvajes, estabilizantes y conservantes tóxicos, no sufriría el deterioro
anual, imperceptible diariamente, pero dolorosamente consciente al mirar
imágenes de uno mismo, tanto pasadas como presentes. Sus niveles de
testosterona no decaerían, ni su tensión aumentaría, no protagonizaría el
porcentaje de varones con riesgo de infarto, su visión no empeoraría ni su
cabello se volvería más fino hasta desaparecer. No caminaría cada vez más
despacio ni dejaría de poder agacharse definitivamente debido a unas articulaciones
rígidas e inflamadas, sus manos no temblarían involuntariamente ni su voz se
transformaría en una caricatura gangosa de lo que fue. Arturo no se convertiría
en un bulto molesto para la sociedad que sólo causa gastos de sanidad y
pensiones, no iba a deformarse hasta el punto de inspirar rechazo en ancianos
en potencia que ingenuamente piensan que su juventud durará eternamente. La
vida de Arturo no iba a esperar a cambiar en el futuro, sino en el ignorado
presente.Tras
un aprehendido recorrido por todos y cada uno de los pasillos del vasto,
aséptico y con ínfulas de acogedor hipermercado (incluso aquellos rincones por
los que no era necesario pasar, como los de comida animal o higiene femenina,
pero recorrer el espacio al completo era un ritual que no podía saltarse, o
algo saldría mal), Arturo se acercó al desvío de caminos que suponen las colas
de caja. Él se tomaba muy en serio esta parte, pues de la elección de la fila
dependería cenar a su hora o media hora más tarde. Tras observar y analizar la
velocidad producto/hora de cada caja, se decantó por la línea discontinua de
caras vacías más alejada de la puerta de salida, la número doce.Mientras
esperaba su turno, no podía dejar de pensar en la sensación de alienación que
le producía aquello. Todas aquellas personas esperaban pacientemente, una
detrás de otra, ordenadas por una regla no escrita de educación social, todas
con la misma cara, con la misma mirada vacía, con la misma horizontalidad
descendente de sus comisuras, el mismo hastío vital, la misma rutina que
carcome sin avisar; todas comprando alimentos para sobrevivir, para continuar
con sus días clónicos que no les gustan, pero que son demasiados perezosas para
cambiar. Avanzaban
lentamente como en un desfile de muertos vivientes, mientras la cajera, más
parecida a un autómata que a un ser humano, pasaba sucedáneos de alimentos,
química comestible y productos necesariamente inservibles, componiendo una
sintonía de pitidos gemelos más elaborados que la música ambiental que escupían
los altavoces. Pip, edulcorante; pip,
emulgente E-472; pip, obesidad; pip, aceite parcialmente hidrogenado; pip, ácido ascórbico; pip, cáncer.A
Arturo le llegó el turno tras una pareja a punto de romper: él desayunaba café,
ella cacao soluble. Comenzó la mudanza de ítems en un orden estudiado según
refrigeración, peso y tamaño. Mientras la cajera-robot iba marcando el valor
económico subjetivo de su compra, Arturo no pudo evitar observar las cebollas.
Algo tan simple, numeroso, barato, pero a la vez básico y versátil como este
alimento le hizo retrotraerse a una frase que siempre le decía alguien que
ahora constituía un sentimiento artificial.-
Las cebollas dulces no pueden ser saladas – decía. – Es incompatible que algo
dulce pueda ser salado a la vez. Puede ser ácido, picante, incluso agrio, pero
nunca salado. Ese
ente que una vez tuvo una corporeidad muy valiosa para Arturo tenía una extraña
obsesión con las cebollas. Le fascinaban sus capas, sus aros, la sorpresa al
partirla en dos. – Las cebollas dulces no pueden ser saladas– volvió a recordar
Arturo, pero en una ocasión, una de las últimas veces antes de que ella se
convirtiera en frases sueltas y recuerdos de supermercado, se produjo la
excepción a la afirmación acerca de las cebollas dulces. Aquel vegetal fue una anormalidad, y no por capricho de su semántica genética,
ni por una mutación provocada, sino porque su dueña y ejecutora no tenía ningún
pañuelo a mano. En cuanto su cuchillo atravesó todas las capas hasta llegar al
núcleo, unos vapores (que bien podrían ser internos), comenzaron a invadir y a
nublar la vista de la cocinera, que suspiró en un intento de expulsar por la
nariz el picor que intoxicaba su cabeza. Una lágrima recorrió la mitad amputada
de la cebolla, que de dulce pasó a salada, y de esta manera parecía apenarse
por el corazón de esa mujer que se drenaba los ojos, y que seguramente no fuera
ni dulce ni salado, sino amargo.Una
pregunta enunciada de corrido por vez número mil doscientos cincuenta y tres en
ese día sacó a Arturo de sus pensamientos. Con movimientos involuntarios sacó
su tarjeta de la cartera y el intercambio de bienes por dinero se hizo efectivo
justo en el momento en el que Arturo se percató de que su ensimismamiento le
había impedido guardar toda su compra. Cometió
además el error de mirar la larga fila de zombis pasivos que esperaban su
turno. Normalmente la espera sucede de forma pacífica, salvo en casos de
cajeras nuevas, ancianas miopes con gran cantidad de monedas u hombres que se
quedan ensimismados pensando en cebollas. A Arturo no le apetecía nada
contribuir al aumento del estrés y el empeoramiento de las úlceras y
depresiones de las personas que le seguían, por lo que intentó guardar su
compra rápidamente.Sin
embargo, nada a su alrededor parecía ser favorable a su empeño. Las escasas
bolsas que había a su disposición parecían indivisibles al tacto humano, y por
más que se frotara y se buscara la apertura, la electricidad estática que
mantenía unido el plástico se resistía a ser vencida. Por
su parte, y en un gesto desconsiderado fruto de una impaciencia silenciosa, la
cajera-robot comenzó a tocar la sintonía de los pitidos, dedicada esta vez al
cliente que iba justo detrás de Arturo, por lo que éste vio cómo montones de
productos iban amontonándose en una mezcla de sabores programados para causar
abstinencia. Por mucho que aumentara la velocidad, la cajera iba el doble de
rápido (una máquina es siempre más eficaz que un humano), y llegó un momento en
el que Arturo comenzó a mezclar los productos refrigerados con los secos, y el
pan de molde con pesadas botellas de vidrio.Una
gota de sudor comenzó a recorrerle la sien. Le hacía cosquillas, pero no podía
parar para rascarse o secársela, ya que los segundos empleados en ello prefería
invertirlos en colocar la leche en la base del carro, pues es lo más pesado. Un
desfile de comestibles pasaba de su mano a la bolsa, y de la bolsa de nuevo al
carro de la compra, pero a cada bolsa que llenaba, los artículos se
multiplicaban, como si la cinta transportadora de la caja hubiera obrado un
milagro católico.La
carrera por recolocar productos no estaba reñida en absoluto, puesto que la
persona que había esperado en silencio detrás de él acababa de pagar, por lo
que, a pesar de que entró más tarde al supermercado, tardó más en recoger los
alimentos que consumiría con desconocimiento y eligió al azar la fila de
personas (azar que lo colocó justo detrás de Arturo), llegaría antes a su casa
y disfrutaría inconscientemente de su compra mientras veía un programa en
televisión con efecto detergente para el cerebro. La persona que le sucedía en
la fila guardó su compra grácilmente en la bolsa y marchó, no sin antes llenar
durante un momento su mirada vacía con una autosuficiencia destinada a minar el
empeño de Arturo por recoger lo más rápido posible.Esta
ofensa tensó sus músculos del cuello, lo que hizo que le doliera e impidiera la
eficacia pretendida a la hora de llevar a cabo lo que estaba haciendo. Sentía
las miradas de la cola que no paraba de crecer sobre él, presionándole, instándole
a ir más rápido, preguntándole qué tipo de problema motor padecía para no ser
capaz de realizar una actividad tan simple como guardar la compra. El pitido
comenzó a sonar de nuevo, y cada vez que éste sonaba, Arturo lo sentía como una
recriminación por su tardanza, como una sintonía burlona que rimaba con su
incapacidad. Sus arterias se endurecían por la tensión, y formaban surcos palpitantes
perfectamente definidos en su frente y cuello. Sus manos se convirtieron en
papel mojado, deshechas, incapaces de agarrar nada de forma correcta. La
coordinación le abandonaba, los temblores se instalaban, la respiración actuaba
con la rapidez que sus brazos no lograban… y el pitido paró. Arturo
levantó la cabeza y observó cómo el tiempo se dividía en fotogramas y la
persona que-iba-detrás-del-que-iba-detrás de él introducía la mano en su
cartera para pagar. Dos. Ya iban dos por delante de él. Y
de repente, una nebulosa se instaló en su mirada y todo se aceleró. Un calor
nacido del estómago de Arturo comenzó una ascensión imparable por su esófago,
hasta llegar a su garganta y a partir de ahí expandirse por todo su cuerpo como una metástasis iracunda. Sus movimientos
dejaron de ser torpes y lentos para actuar de un modo eficaz y certero.Cogió
una de las botellas de vidrio de zumo de arándonos rojos (ocho por ciento de
zumo mezclado con agua y azúcar: a Arturo le hubiera esperado una vejez
diabética de no ser por el incidente que estaba a punto de ocurrir) y la golpeó con fuerza contra el borde de la
caja, rompiéndola y agarrando un trozo de vidrio punzante que rebosaba líquido
rojo. Se dirigió a la cajera-robot y tomó sus manos con fuerza, rajando sus
muñecas con el vidrio para evitar que ésta siguiera pasando alimentos. De las
muñecas brotó sangre en lugar de aceite, lo que demostró que era un ser humano
reprogramado como máquina.Nadie
gritó, pues todos miraban sin mirar, ya que su concentración apuntaba a
oficinas, hijos, facturas y problemas sexuales. Nadie excepto la persona
que-iba-detrás-del-que-iba-detrás de Arturo, que observaba con horror los
códigos de barra supurantes que estaban marcados con vidrio en las muñecas de
la empleada. Cuando dirigió su atención al origen de aquello, un brillo le cegó
el tiempo suficiente como para no ver cómo el mismo objeto que le había cortado
las muñecas a la cajera estaba haciendo lo mismo en su cuello. Tras emitir un
gorjeo de auxilio, cayó sobre el suelo brillante del hipermercado.Arturo
observaba satisfecho la situación cuando cayó en la cuenta de que había vuelto
a perder. Aquella persona había sido más rápida que él, su muerte había sido
fulminante y veloz, pero él no iba a
permitir que le ganaran de nuevo. Sería más eficiente que su víctima, aunque
fuera en morir. Miró su mano, que seguía sosteniendo el letal vidrio que una
vez contuvo azúcar, y se lo acercó al cuello. Un dolor agudo e intenso recorrió
su garganta, y un sabor metálico invadió su boca. Cayó al suelo, adormecido y
mareado por la pérdida continua de sangre, y mientras el zumo de arándanos se
mezclaba con la sangre, adoptando un tono similar al Pantone 186 C, Arturo se
preguntó qué había podido pasar para llegar a esa situación. Un pensamiento
cruzó su cabeza justo antes de que llamaran por megafonía al servicio de
limpieza para limpiar la caja doce: --
He olvidado pasar por el pasillo de menaje. Por eso todo ha salido mal.
palpitaciones al ritmo de las de Arturo.
ResponderEliminargenial.
~sopasnor