lunes, 30 de diciembre de 2013

Excepción

El pico ascendente de doce meses en línea cabizbaja.
El blanco que tiñe de gris oscuro un año destinado a terminar negro.
El conversor del 2013 en par.
La realidad de un abril pensado para ser enero. La fantasía de un diciembre en flor.
El golpe en el pecho que reanima los latidos.
La verbalización de aquello que se creía perdido.
El recuerdo de un tiempo para olvidar.
El deseo de tu presencia monopolizando trescientos sesenta y cinco nuevos días.

Mi excepción.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Es difícil imaginar que un instrumento de plástico puede estimular y contener una vocación basada en la imaginación, y es mucho más complicado  pensar que incluso puede materializarla. Pero cuando tienes nueve años y tus padres te regalan por navidad una máquina de escribir, los límites desaparecen y sólo queda el sonido del rodillo al golpearlo para cambiar de línea.




En una etapa en la que la fantasía era más veloz que las manos, unos botones pesados de teclear y con facilidad para atascarse no suponían un obstáculo en absoluto. Este aparato, mitad juguete, mitad instrumento, fue el testigo de mis primeras historias, cuya ingenuidad e imperfección eran directamente proporcional a la ilusión con la que la tinta marcaba el folio. Su cinta, nunca cambiada, es la confidente silenciosa de las letras que tatuaban un papel que predecía un futuro ahora cumplido tras una pantalla, de una manera mucho menos romántica que entonces, y al observarla a trasluz como si del negativo de una película se tratara, la memoria se hace presente, de manera que aquel heredero millonario sigue preguntándose quién mató a su padre, o el extra de esa revista literaria vuelve a editarse, o incluso se prepara de nuevo el guión radiofónico de un solo programa.
Mi primera máquina de escribir, esta frágil caja de letras que aún conservo con un cariño melancólico,  fue el campo de pruebas de mis primeros escritos, fue la compañera con la que pasaba tardes enteras dejando de lado otros juguetes más propios de niñas de mi edad, practicando, sin saberlo aún, lo que sería de mayor.

Dieciocho años después, las teclas que manejo ya no son rojas, y no hay ningún ruido al terminar la línea, pero continúo jugando sin parar a inventar historias, dedicando ya no sólo las tardes, sino mi vida y mi profesión a ello, al ritmo de la banda sonora de mi infancia: la hipnotizante repetición de un clac.