¿Es posible reinventar algo ya reinventado? En el caso de
Tarantino la respuesta es sí. El
director, abanderado del posmodernismo cinematográfico, rescata un género
bastardo como el spaguetti western para
añadirle aún más elementos de mestizaje con Django
Desencadenado, dándole una vuelta de tuerca al género y permitiendo de esta
manera que pueda estrenarse una película marginal de los años setenta en pleno
siglo XXI, porque Django Desencadenado
es una película de los setenta. A pesar de los sombreros de cowboys, se aprecia
un blaxploitation subcutáneo que
tiene su base en la temática de la película, con un Django protagonista e icono
de la liberación negra (el black power)
concretada a pequeña escala en la liberación de su mujer, y obteniendo más allá
de la trama una justicia poética en la cómica escena que ridiculiza al Ku Klux
Klan. A diferencia de la tercera película de Tarantino, Jackie Brown (1997), donde este género se presentaba con todo su
pedigrí intacto, aquí el director lo contamina sustituyendo la música funk-soul
que caracterizaba este tipo de películas con momentos envueltos en hip-hop,
actualizándolo. Pero si en la historia reverberan ecos de pelo afro y grandes
pendientes de aro, el resto de elementos nos gritan que, aunque no nos hemos
movido de los setenta, la heterogeneización es la reina de Django Desencadenado, y el western menos ortodoxo viste formalmente
la obra.
Si ya los trabajos de Sergio Leone o Enzo Barboni eran
considerados en el momento de su estreno versiones bastardas de las películas
del Oeste clásicas, dadas sus diferencias temáticas y estilísticas con éstas,
en Django Desencadenado Tarantino
despoja de todo rigor al western más puro para ensalzar a su “hijo feo” europeo
exagerando las características del subgénero. De esta manera, el filme se llena
de abruptos zooms, resaltados con efectos de sonido, o con planos detalle de miradas
que encierran sospecha, odio y venganza, dando la sensación de que al abrir el
plano nos encontraremos con la imagen de un Clint Eastwood desafiante. Así, cada
pieza que compone esta película es un recordatorio de la madre que lo nutre, valiéndose
además de guiños y menciones indirectas en forma de música y apariciones. De lo
primero se encarga Ennio Morricone, compositor por excelencia de los temas más
famosos del spaguetti western, que
aquí nos plantea músicas con aires setenteros en total consonancia con el
posmodernismo tarantiniano que envuelve el filme. Pero si hay algo que exclama la
similitud genética de este trabajo es el cameo de Franco Nero, el Django
original de la película homónima de 1966 dirigida por Sergio Corbucci, a pesar
de que deja un sabor anodino y una sensación frustrante de desaprovechamiento.
Con todo, un western no puede ser denominado tal sin una
buena dosis de tiroteos. Tarantino eso lo sabe muy bien, y aunque a lo largo de
la película se suceden numerosos disparos, éstos son sólo un ensayo de lo que
nos ofrecerá en el tercer acto, en el que muestra como si de un ansiado postre se
tratara, un espectacular enfrentamiento con festivos chorros de sangre marca de
la casa que, de nuevo, evidencia la reinvención de uno de los símbolos de las
películas de vaqueros, los tiros en las peleas a muerte, y así, se construye un
clímax tan bien elaborado que aquel que lo ve no puede evitar sorprenderse e
inquietarse en cierta manera al comprobar el enorme disfrute que le está
produciendo tal demostración de violencia en este hijo bastardo de un western
bastardo.
Y muy divertida también
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