lunes, 2 de julio de 2012

Trenes

Los trenes tienen ese aura de época, de artesanal, de analógico. En los trenes hay que hacerlo todo a mano, sobre todo escribir, porque los trenes son crudos, calientes y palpitantes. Están vivos, y sus trayectos se mimetizan durante un tiempo determinado con la vida del pasajero. Establezcamos entonces la analogía tren-vida.

Los paisajes borrosos que acompañan a las vías son de distinta naturaleza, a gusto personal, pero generalmente, ya sean anodinos, sorprendentes o desagradables, están, y se asimilan con naturalidad. Lo que marca la diferencia en los trenes son los sobresaltos y las excepciones.
Una de las incidencias más molestas en un viaje es la parada. Sobre todo la parada en medio de la nada y sin razón aparente. La frustración hace acto de presencia y la única solución es abandonarse a las vistas, que, en contraposición con el pasajero estático, se mueven. El paisaje activo hace las veces de distracción, y tarde o temprano, justo cuando el viajero ha olvidado el inconveniente, el tren se pone en marcha.
Peor que la parada son los túneles. Los túneles son herramientas de desorientación, bloqueo, miedo y autoengaño. El vagón se llena de oscuridad, los oídos se taponan, sólo te ves a ti mismo reflejado en la ventanilla, y el reflejo que aparece no gusta. La única opción que tiene el viajero es encerrarse en ese reflejo que produce rechazo.
Los túneles, a pesar de ser terribles, son temporales. Siempre y cuando la parada inesperada no se produzca dentro de un túnel.

Y esto último es lo que ha ocurrido. Ahora estamos parados en túneles, a la espera de que alguien venga con la fuente de energía necesaria para ponernos en marcha de nuevo y entrecerrar los ojos cuando los primeros síntomas de claridad nos alcancen.

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