martes, 24 de julio de 2012

El plano: puesta en escena (I)

La puesta en escena tiene su origen en la práctica de la dirección teatral. En el cine, se utiliza este término para expresar el control del director sobre lo que aparece en la imagen fílmica. Debido a su tradición teatral, el público exige realismo en la puesta en escena, pero esta exigencia es equivocada, puesto que no existe ninguna película realista, ya que este concepto depende directamente de las modas. Por ejemplo, una película de ciencia-ficción de los 80 podía parecer muy realista al público de esa década, pero a los espectadores de ahora les parecerá burda en sus efectos especiales y, por lo tanto, poco realista. Lo mimo pasa con el modo de trabajar de los actores: en Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming, 1939) la actuación de, por ejemplo Vivien Leigh puede parecer actualmente exagerada y poco realista, pero en su época fue muy aplaudida.

El cine, a no ser que sea documental, no es nunca realista, puesto que el cine en si mismo es ficción siempre, incluso cuando una película está basada en hechos reales; no se le puede pedir realidad a una ilusión, porque mata su esencia. Por ejemplo, en María Antonieta (Marie Antoinette, Sofia Coppola, 2006), el no realismo ayuda a contar una historia desde el punto de vista de su protagonista, cómo lo ve ella y cómo lo siente; si la directora hubiese querido hacer una puesta en escena más realista, se hubiesen perdido todas las connotaciones, significados y emociones que nos quería transmitir, una parte importante de la historia, la que no se encuentra en el guión, se hubiese perdido. Sin embargo, los cineastas principiantes, cuando construyen e idean un decorado, intentan que sea lo más realista posible, asocian realismo con calidad y buena documentación. Pero hace falta ir más allá, profundizar en la historia y en los personajes para hacer el decorado respecto a ellos; hay que adecuar el escenario, vestuario e iluminación al servicio de la historia, y no al revés, se debe reconocer la huella autoral en la puesta en escena. Esto ocurre incluso en el cine dogma; la regla número uno del decálogo dice así:
El rodaje debe realizarse en exteriores. Accesorios y decorados no pueden ser introducidos (si un accesorio en concreto es necesario para la historia, será preciso elegir uno de los exteriores en los que se encuentre este accesorio) 1
A pesar de la dificultad que impone esta regla, los decorados de las películas que la siguen también están al servicio de la historia; véase Celebración (Festen, Thomas Vinterberg, 1998), en la que la mansión en la que se celebra la reunión describe la posición social de los personajes y su pomposidad, la necesidad de aparentar, que luego se irá descubriendo a lo largo de la película.

De hecho, ninguno de los elementos de la puesta en escena es real: los personajes son actores, el decorado no pertenece al lugar donde está situado, el vestuario se ha hecho especialmente para la película y la iluminación está formada por fuentes de luz que no se ajustan a la realidad, pero que permiten a los cineastas crear composiciones claras para cada plano. Esto refuerza la idea de que la puesta en escena debe estar al servicio de la historia.






1 Página oficial del Movimiento Dogma,  http://www.dogme95.dk/

domingo, 8 de julio de 2012

Cuando los sonidos graves retumban dentro y se te aprieta el lado izquierdo hasta deformarse,  la única vía de escape es la emoción impresa en celuloide a una velocidad de veinticuatro fotogramas por segundo.

lunes, 2 de julio de 2012

Trenes

Los trenes tienen ese aura de época, de artesanal, de analógico. En los trenes hay que hacerlo todo a mano, sobre todo escribir, porque los trenes son crudos, calientes y palpitantes. Están vivos, y sus trayectos se mimetizan durante un tiempo determinado con la vida del pasajero. Establezcamos entonces la analogía tren-vida.

Los paisajes borrosos que acompañan a las vías son de distinta naturaleza, a gusto personal, pero generalmente, ya sean anodinos, sorprendentes o desagradables, están, y se asimilan con naturalidad. Lo que marca la diferencia en los trenes son los sobresaltos y las excepciones.
Una de las incidencias más molestas en un viaje es la parada. Sobre todo la parada en medio de la nada y sin razón aparente. La frustración hace acto de presencia y la única solución es abandonarse a las vistas, que, en contraposición con el pasajero estático, se mueven. El paisaje activo hace las veces de distracción, y tarde o temprano, justo cuando el viajero ha olvidado el inconveniente, el tren se pone en marcha.
Peor que la parada son los túneles. Los túneles son herramientas de desorientación, bloqueo, miedo y autoengaño. El vagón se llena de oscuridad, los oídos se taponan, sólo te ves a ti mismo reflejado en la ventanilla, y el reflejo que aparece no gusta. La única opción que tiene el viajero es encerrarse en ese reflejo que produce rechazo.
Los túneles, a pesar de ser terribles, son temporales. Siempre y cuando la parada inesperada no se produzca dentro de un túnel.

Y esto último es lo que ha ocurrido. Ahora estamos parados en túneles, a la espera de que alguien venga con la fuente de energía necesaria para ponernos en marcha de nuevo y entrecerrar los ojos cuando los primeros síntomas de claridad nos alcancen.