lunes, 23 de mayo de 2011

Despierto. Levanto la vista y observo que aún no ha amanecido.

- Esta noche parece haber dado un golpe de estado contra la luz -

Torpemente enciendo una vela, pues nunca me gustó la iluminación artificial de la bombilla (demasiado plástica). Converso con la llama de la vela: me dice que te echa de menos. Yo también.
Permanecer en mi habitación tras tu marcha supone una agonía: tu olor impregna cada rincón, y en las esquinas de mi cuerpo descubro caricias que ignoré por la intensidad de una concentración de terminaciones nerviosas enamoradas de un movimiento. Los minutos previos a que mi olfato se acostumbre y el sentido sea ignorado suponen la siembra del germen del odio entre mi pituitaria y yo.

Cuando logro obviar las mezclas que se introducían en mi nariz, el sonido extradiegético de tu voz comienza a rondar por mi cabeza. Me doy la vuelta para no escuchar el aire que se colaba por tus labios y se escondía en mis oídos y encuentro restos de tu visita.
Está claro que no puedo luchar contra tu sedimento, así que me rindo y me dejo invadir por la imagen de una noche parcial en la que fuimos un código binario (tú el uno, yo el cero), en la que la armonía monocromática de nuestros cuerpos hacía juego con la sangre que era bombeada a una velocidad anormal y en la que el choque de células mojadas provocó un seísmo envasado al vacío.

Descubro que el deseo tampoco puede dormir, y para no seguir atormentándome con el recuerdo a corto plazo de tu sensación, inicio un sucedáneo de tu presencia en el que mi mano juega a ser tú.
(Siento que mi gregarismo particularizado en ti me juega malas pasadas, y la frustración de su realización me conduce a la soledad)

La fuerza de mi aliento apaga la llama de la vela, pero ya no importa. Es de día.


[Pista número uno: no me gusta dormir sola]

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